Julen de España, el niño del pozo
(29/01/2019) Si hay una lección a extraer de esto, tiene que ver con los medios.
(Original publicado: 29/01/2019)
Al final, estaba allí abajo. Los medios dicen que tienen los detalles preliminares de su autopsia y que estos sugieren que murió como resultado de la caída, el mismo día, y que cayó al pozo de una manera consistente con las primeras descripciones de su padre a la Guardia Civil, de pie y con los brazos encima de su cabeza, hasta una profundidad de 71 metros, y que luego de alguna manera fue enterrado por el tapón de tierra que tanta frustración causó al operativo de rescate en sus intentos por llegar hasta él. Les ahorraré más detalles aquí, basta con decir que ningún padre querría que su hijo sufriera o muriera de esa manera. De manera oficial, ni los tribunales en Andalucía ni la Guardia Civil confirman, de momento, las informaciones de los medios sobre la autopsia, limitándose a la existencia de la investigación abierta por las circunstancias de su desaparición y muerte, y por el pozo ilegal.
Durante casi dos semanas, toda España, y muchas personas alrededor del mundo, esperaba, se preocupaba y quería saber el desenlace, con una angustia casi insoportable conforme pasaban los días. Un niño pequeñito metido en un pozo profundísimo, solo. ¿Dónde está Julen? ¿Qué le ha pasado? ¿Está vivo? ¿De verdad está allí? ¿Quién ha sido el responsable? ¿Llegaremos a tiempo? Cualquiera de esas seis preguntas bastaría para estructurar el guión de una película o una novela, así que todas juntas eran una propuesta irresistible e inevitable, tanto para los medios como para los espectadores.
Es normal porque la experiencia narrativa es la experiencia vicaria del conflicto y de la tensión centrados en algo que nos importa muchísimo y que, por la situación, está en peligro, sobre todo si aquellas circunstancias y aquel tesoro amenazado reflejan algo real en nuestras propias vidas, si podemos imaginar a nuestros propios hijos sufriendo parecida y terrible mala fortuna. Los mineros, guardias civiles e ingenieros del operativo de rescate eran los protagonistas, nuestros héroes, y la dura roca el antagonista, el obstáculo contra el que había que luchar. ¿Lo encontrarán por nosotros? ¿Llegarán a tiempo? ¿Vencerán a la naturaleza para poder rescatarlo?
Todo eso quiere decir que, en el fondo, a los españoles Julen les importaba, mucho, y esa solidaridad es admirable. En la edición de 2006 de *The New Spaniards*, John Hooper describe cómo observó la emergencia de tal espíritu durante las primeras décadas después de la Transición, y que poco a poco desplazaba al sentido de *individualismo* histórico que ya había retratado Ortega y Gasset. En los 20 años que llevo yo en España, ese sentimiento colectivo nacional se ha dejado ver en múltiples ocasiones, que fuera por las víctimas del terrorismo etarra o, hace poco, por Ignacio Echeverría, el español que se enfrentó con los terroristas islamistas en Londres con su patín.
Lo que ha cambiado en los últimos años es el entorno mediático en el que estos temas se desarrollan. En 2018, la inmediatez de Twitter y la constante cobertura en directo en la televisión se combinan con los aspectos sociales de Facebook o WhatsApp, que no cesan de hacer vibrar los teléfonos móviles de la nación. No sólo convierten una tragedia como la de Julen en una experiencia narrativa vicaria en el mundo real sino que lo hacen ahora, al instante, una y otra vez, por todo el país, hasta que termine de alguna manera. Y no hay manera de evitarlo, a no ser que apague la tele o se obligue a no mirar el teléfono. Si baja al bar para un café, está en la tele. Si mira WhatsApp en vez de Twitter, un amigo le ha enviado el último rumor. Mucha gente decía que no podía dormir bien, o que era lo último que miraba antes de quedarse dormida por la noche, o lo primero que miraba por la mañana al despertarse.
Dónde España difiere de otros países es quizás en la falta casi total de límites éticos en la cobertura mediática, que el medio sea retransmisión, online, social o móvil. ¿Especulación constante sobre las circunstancias de su desaparición? Hecho. ¿Especulación *experta* sobre la imposibilidad de caber en el hueco? Por un tubo. ¿Noticias sin fuentes y mal escritas sobre su muerte, una semana antes de recuperar el cadáver? El Español lo hizo. Una ventana en directo que mostraba a los excavadores inmóviles en pantalla durante la programación normal? Antena 3. ¿Repetidas entrevistas con un hombre cuya propia hija fue asesinada hace 10 años y que se ha erigido en portavoz de la familia antes de usar a Julen—entonces aún en el pozo—para rascar votos en la convención del PP en Sevilla? Juan José Cortés. ¿Artículos dañinos llenos de rumores calumniosos sobre quién estaba o no allí el primer domingo, cómo cayó Julen al pozo y qué tiene que ver todo con la supuesta actividad criminal de la familia? También ha pasado estos días.
El caso de Julen no es el primero en los últimos años en el que ha pasado esto, sino uno más de varios, siempre desgarradores, incluido el año pasado el de Gabriel Cruz, *el pececito* quien conmovió a la nación tras desaparecer en marzo (la antigua novia de su padre será juzgada por su asesinato), o el caso de la Manada en Pamplona, en el que, tras publicar varios foros online la identidad de la víctima, los mismos tribunales lo terminaron de estropear enviando documentos judiciales a los periodistas que contenían un código que permitía acceder a los documentos originales y saber quién era, y que varios medios subieron a Internet sin modificar. Si hay una lección nacional a extraer de esta nueva tragedia, quizás sea esa y, si los medios no van a querer controlarse un poco más, quizás los políticos deberían inventarse alguna manera de imponerlo. Las víctimas y sus familias se merecen esa dignidad y ese respeto
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